Consideraciones éticas sobre la
eutanasia
A
partir de la década de 1970, comenzando en los países más desarrollados
del mundo, se ha ido difundiendo una insistente campaña en favor de la
eutanasia, entendida como acción u omisión que por su naturaleza y en sus
intenciones provoca la interrupción de la vida del enfermo grave o también
del niño recién nacido mal formado. El motivo que se aduce por lo general
es que de esa manera se quiere ahorrar al paciente mismo sufrimientos
definidos inútiles.
Con ese objetivo, se han llevado a cabo
campañas y estrategias, que han contado con el apoyo de asociaciones
pro-eutanasia a nivel internacional, con manifiestos públicos
firmados por intelectuales y científicos, con publicaciones favorables a
esas propuestas -algunas acompañadas incluso de instrucciones para enseñar
a los enfermos, y a los no enfermos, los diversos modos de poner fin a la
vida, cuando esta se considere insoportable-, con encuestas que recogen
opiniones de médicos o personajes famosos, favorables a la práctica de la
eutanasia y, por último, con propuestas de leyes presentadas en los
Parlamentos, además de los intentos de provocar sentencias de los
tribunales que podrían permitir de hecho la práctica de la eutanasia o, al
menos, que quede impune.
El reciente caso de Holanda, donde ya
existía desde hacía algunos años una especie de reglamentación que eximía
de castigo al médico que practicara la eutanasia a petición del paciente,
plantea un caso de auténtica legalización de la eutanasia
solicitada, aunque limitada a casos de enfermedad grave e
irreversible, acompañada de sufrimientos y a condición de que esa
situación sea sometida a una verificación médica que se presenta como
rigurosa.
El perno de la justificación que se quiere utilizar y
presentar a la opinión pública está constituido sustancialmente por dos
ideas fundamentales: el principio de autonomía del sujeto,
que tendría derecho a disponer, de manera absoluta, de su propia vida; y
la convicción, más o menos explicitada, de la insoportabilidad e
inutilidad del dolor que puede a veces acompañar a la muerte.
La
Iglesia ha seguido con aprensión ese desarrollo de pensamiento,
reconociendo en él una de las manifestaciones del debilitamiento
espiritual y moral con respecto a la dignidad de la persona moribunda y
una senda "utilitarista" de desinterés frente a las verdaderas necesidades
del paciente.
En sus reflexiones, ha mantenido un contacto
constante con los agentes y especialistas de la medicina, tratando de ser
fiel a los principios y a los valores de la humanidad compartidos por la
mayor parte de los hombres, a la luz de la razón iluminada por la fe, y
produciendo documentos que han merecido el aprecio de profesionales y de
gran parte de la opinión pública. Queremos recordar la Declaración
sobre la eutanasia (1980), publicada hace veinte años por la
Congregación para la doctrina de la fe, el documento del Consejo
pontificio "Cor unum" Cuestiones éticas relativas a los enfermos graves
y a los moribundos (1981), la encíclica Evangelium vitae (1995)
del Papa Juan Pablo II (en particular los números 64-67) y la Carta de
los agentes sanitarios, elaborada por el Consejo pontificio para la
pastoral de la salud (1995).
Estos documentos del Magisterio no se
limitan a definir la eutanasia como moralmente inaceptable, "en cuanto
eliminación deliberada de una persona humana" inocente (cf.
Evangelium vitae, 65. El pensamiento de la encíclica se precisa
en el número 57, permitiendo así una correcta interpretación del
texto del número 65, que acabamos de citar), o como "oprobio" (cf.
Gaudium et spes, 27), sino que también ofrecen un itinerario de
asistencia al enfermo grave y al moribundo, que se inspire, tanto bajo el
aspecto de la ética médica como bajo el espiritual y pastoral, en el
respeto a la dignidad de la persona, en el respeto a la vida y a los
valores de la fraternidad y la solidaridad, impulsando a las personas y a
las instituciones a responder con testimonios concretos a los desafíos
actuales de una cultura de la muerte que se difunde cada vez
más.
Recientemente, esta Academia pontificia para la vida ha
dedicado una de sus asambleas generales (después de un trabajo de
preparación que duró varios meses) a ese mismo tema, y publicó luego las
Actas conclusivas en el libro titulado "The Dignity of the Dying Person"
(2000).
Vale la pena recordar aquí, aun remitiendo a los documentos
que acabamos de citar, que el dolor de los pacientes, del que se habla y
sobre el que se quiere fundamentar una especie de justificación o casi
obligatoriedad de la eutanasia y del suicidio asistido, es hoy más que
nunca un dolor "curable" con los medios adecuados de la analgesia y de los
cuidados paliativos proporcionados al dolor mismo; el paciente, si se le
presta una adecuada asistencia humana y espiritual, puede recibir alivio y
consuelo en un clima de apoyo psicológico y afectivo.
Las posibles
peticiones de muerte por parte de personas que sufren gravemente,
como demuestran las encuestas realizadas entre los pacientes y los
testimonios de clínicos cercanos a las situaciones de los moribundos, casi
siempre constituyen la manifestación extrema de una apremiante
solicitud del paciente que quiere recibir más atención y cercanía humana,
además de cuidados adecuados, ambos elementos que actualmente a veces
faltan en los hospitales. Resulta hoy más verdadera que nunca la
consideración ya propuesta por la Carta de los agentes
sanitarios: "El enfermo que se siente rodeado por la presencia
amorosa, humana y cristiana, no cae en la depresión y en la angustia de
quien, por el contrario, se siente abandonado a su destino de sufrimiento
y muerte y pide que acaben con su vida. Por eso la eutanasia es una
derrota de quien la teoriza, la decide y la practica" (n. 149).
A
este respecto, podemos preguntarnos si, bajo la justificación de que el
dolor del paciente es insoportable, no se esconde más bien la
incapacidad de los "sanos" de acompañar al moribundo en la prueba de su
sufrimiento, de dar sentido al dolor humano -que, por lo demás, nunca se
puede eliminar totalmente de la experiencia de la vida humana- y una
especie de rechazo de la idea misma de sufrimiento, cada vez más difundido
en nuestra sociedad donde domina el bienestar y el
hedonismo.
Tampoco se ha de excluir que detrás de algunas campañas
en favor de la eutanasia se ocultan razones de gasto público, considerado
insostenible e inútil frente a la prolongación de ciertas
enfermedades.
Declarando curable, en el sentido médico, el dolor y
proponiendo, como compromiso de solidaridad, la asistencia a los que
sufren es como se llega a afirmar el verdadero humanismo: el dolor
humano exige amor y participación solidaria, no la expeditiva
violencia de la muerte anticipada.
Por lo demás, el citado
principio de autonomía, con el que a veces se quiere exasperar el
concepto de libertad individual, impulsándolo más allá de sus confines
racionales, ciertamente no puede justificar la supresión de la vida propia
o ajena. En efecto, la autonomía personal tiene como primer presupuesto el
hecho de estar vivos y exige la responsabilidad del individuo, que
es libre para hacer el bien según la verdad; sólo llegará a
afirmarse a sí mismo, sin contradicciones, reconociendo (también en una
perspectiva puramente racional) que ha recibido como don su vida,
de la que, por consiguiente, no es "amo absoluto"; en definitiva, suprimir
la vida significa destruir las raíces mismas de la libertad y de la
autonomía de la persona.
Además, cuando la sociedad llega a
legitimar la supresión del individuo -sin importar en qué estadio de vida
se encuentre, o cuál sea el grado de debilitamiento de su salud- reniega
de su finalidad y del fundamento mismo de su existencia, abriendo el
camino a iniquidades cada vez más graves.
Por último, en la
legitimación de la eutanasia se induce una complicidad perversa del
médico, el cual, por su identidad profesional y en virtud de las
inderogables exigencias deontológicas a ella vinculadas, está llamado
siempre a sostener la vida y a curar el dolor, y jamás a dar muerte "ni
siquiera movido por las apremiantes solicitudes de cualquiera"
(Juramento de Hipócrates). Esa convicción ética y deontológica se
ha mantenido intacta, en su sustancia, a lo largo de los siglos, como lo
confirma, por ejemplo, la Declaración sobre la eutanasia de la
Asociación médica mundial (39ª asamblea, Madrid 1987): "La
eutanasia, es decir, el acto de poner fin deliberadamente a la vida de un
paciente, tanto a petición del paciente mismo como por solicitud de sus
familiares, es inmoral. Esto no impide al médico respetar el deseo de un
paciente de permitir que el proceso natural de la muerte siga su curso en
la fase final de la enfermedad".
La condena de la eutanasia que se
hace en la encíclica Evangelium vitae por ser "una grave violación
de la ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente
inaceptable de una persona humana" (n. 65) entraña el peso de la razón
ética universal (se funda en la ley natural) y la instancia elemental de
la fe en Dios creador y custodio de toda persona humana.
Así pues,
la línea de comportamiento con el enfermo grave y el moribundo deberá
inspirarse en el respeto a la vida y a la dignidad de la persona; deberá
perseguir como finalidad hacer disponibles las terapias proporcionadas,
sin utilizar ninguna forma de "ensañamiento terapéutico"; deberá acatar la
voluntad del paciente cuando se trate de terapias extraordinarias o
peligrosas -que no se tiene obligación moral de utilizar-; deberá asegurar
siempre los cuidados ordinarios (que incluyen la alimentación y la
hidratación, aunque sea artificiales) y comprometerse en los cuidados
paliativos, sobre todo en la adecuada terapia del dolor, favoreciendo
siempre el diálogo y la información del paciente mismo.
Ante
la cercanía de una muerte que resulta inevitable e inminente "es lícito en
conciencia tomar la decisión de renunciar a tratamientos que sólo
producirían una prolongación precaria y penosa de la vida (cf.
Declaración sobre la eutanasia, parte IV), dado que existe gran
diferencia ética entre "provocar la muerte" y "permitir la muerte":
la primera actitud rechaza y niega la vida; la segunda, en cambio, acepta
su fin natural.
Las formas de asistencia a domicilio -hoy cada vez
más desarrolladas, sobre todo para los enfermos de cáncer-, el apoyo
psicológico y espiritual de los familiares, de los profesionales y de los
voluntarios, pueden y deben transmitir la convicción de que cada momento
de la vida y cada sufrimiento se pueden vivir con amor y son muy valiosos
ante los hombres y ante Dios. El clima de solidaridad fraterna disipa y
vence al clima de soledad y a la tentación de
desesperación.
Especialmente la asistencia religiosa -que es un
derecho y una ayuda valiosa para todo paciente y no sólo en la fase final
de la vida-, si es acogida, transfigura el dolor mismo en un acto de amor
redentor y la muerte en apertura hacia la vida en Dios.
Las breves
consideraciones que hemos ofrecido aquí se suman a la constante enseñanza
de la Iglesia, la cual, tratando de ser fiel a su mandato de "actualizar"
en la historia la mirada de amor de Dios al hombre, sobre todo cuando es
débil y sufre, sigue anunciando con fuerza el evangelio de la vida,
con la certeza de que puede hallar eco y ser acogido en el corazón de toda
persona de buena voluntad. En efecto, todos estamos invitados a formar
parte del "pueblo de la vida y para la vida"
(cf. Evangelium vitae, 101).
Ciudad del Vaticano, 9
de diciembre de 2000
Prof.
Juan de Dios VIAL CORREA
Presidente
Mons.
Elio SGRECCIA
Vicepresidente